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Primer capítulo de "Hijos del mismo sol"

Primer capítulo de "Hijos del mismo sol"

Publié le 7 janv. 2024 Mis à jour le 24 janv. 2024 Culture
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Primer capítulo de "Hijos del mismo sol"

Os dejo el primer capítulo de mi nueva novela, finalista del Premio Vallirana de Novela Histórica. Trata de la Guerra Civil en Madrid a través de un personaje anónimo atrapado en el Madrid sitiado entre 1936 y 1939. A ver si os gusta:

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La llamada de André Delvaux le sobresaltó. En Madrid nadie llamaba a las diez de la noche de un viernes de verano por algo intrascendente. Desde la mesa del salón, donde se encontraba el negro aparato de baquelita, Nicolás podía ver las maletas, preparadas ya para su viaje del día siguiente:

— Melilla y Tetuán han sido tomadas esta tarde por militares contrarios a la República —dijo de sopetón en su correcto castellano con resabio argentino y marcado acento francés. Y ante el silencio de su interlocutor, incapaz de valorar la noticia, continuó—: parece que todo el Marruecos español se ha sublevado o está a punto de sublevarse.

— Y eso, André, ¿qué significa?

— No lo sabemos todavía, pero creemos este quilombo puede extenderse al resto de España, por eso le he llamado.

— ¿Qué me aconseja?

Soyez prudent, surtout soyez prudent. Pas comme votre Premier…

— ¿Qué ha hecho Casares Quiroga? —el susto de Nicolás aumentó al darse cuenta de que Delvaux había pasado al francés, algo que solo ocurría cuando estaba preocupado—. Me imagino que como jefe de Gobierno estará al tanto de la situación.

— No esté tan seguro. Mire lo que acaba de decirle al corresponsal de Le Temps cuando le ha preguntado por los sucesos de Marruecos: ¿Se levantan? Pues yo me voy a acostar —se detuvo unos segundos—. ¿Qué le parece?

— No le ha dado mucha importancia, por lo que veo —improvisó Nicolás, que seguía sin entender lo que quería transmitirle—. Me deja más tranquilo. Yo también me voy a acostar, que mañana salgo de viaje para Segovia a ver a mi madre y el domingo a Navarra, a pasar las vacaciones con mi familia.

Ustedes los españoles, hubiera contestado el agregado francés de no haber tenido que hacer más llamadas urgentes, piensan que el tiempo no es determinante, que puede dejarse para mañana la tarea de hoy, que un omnipotente dios les proveerá de recursos que permitirán resolver sus problemas y si no, que ha habido mala suerte, que otra vez será, contentos de haber estado a punto de lograrlo. Les tranquiliza, en lugar de indignarse ante ella, la insensatez de un gobernante que actúa como el lord inglés del chiste, que montado en su coche un viernes por la tarde camino de su casa de campo, al ser avisado por su chófer de que salía humo por las ventanas de la residencia que acababan de abandonar, le comenta: ¡Vaya disgusto que me voy a llevar el lunes!

No durmió bien esa noche, pero al día siguiente Nicolás, ayudado por Azucena, la sirvienta de la familia, cargó las maletas en su coche y salió para Segovia. Ella le dijo que se quedaría cerrando la casa y le dio recuerdos para la señora y los niños. La radio no se hizo eco de la sublevación, abrió el informativo con el atentado fallido de la víspera en Londres contra Eduardo VIII y la reseña de un Consejo de ministros que había dedicado su atención a la situación internacional. No faltó la referencia al Tour, que ese sábado recorrería la etapa de Digne-les-Bains a Niza, pasando por Cannes, nombres que a Nicolás le transportaban a un mundo de lujo y placeres. Un día, se dijo, cuando mi despacho de abogado progrese, a lo mejor nos vamos Sole y yo una semana a la Costa Azul.

Así que nada por qué inquietarse, pensaba Nicolás saliendo de un Madrid que parecía estar desperezándose, con los comerciantes levantando las persianas de sus negocios, poco tráfico y aún no mucha gente en la calle. Le gustaba conducir su Packard 120 negro, de dos puertas, que se había comprado a primeros de ese año de mil novecientos treinta y seis. No había mucho espacio atrás, pero los niños eran todavía pequeños. En el sitio que solían ocupar Margarita y Tito había colocado la maleta que no cupo en el maletero y la bolsa de cuero con los libros que intentaría leer en Elizondo.

Una vez pasado Torrelodones y antes de llegar a Collado Mediano tuvo que parar porque la carretera estaba cortada por un grupo de campesinos que llevaban hoces, guadañas y alguna escopeta de caza. Unos iban con buzos de trabajo y otros con camisas blancas y pantalones de gutapercha sostenidos por tirantes. Se movían de un lado para otro, dándose voces entre ellos, sin que se percibiera la presencia de alguien al mando o una mínima organización. Pensó en un accidente, quizá un tractor volcado o tal vez la toma de la finca de algún terrateniente.

Se quedó parado Nicolás detrás de un flamante Hispano-Suiza ocupado por cuatro personas, dos hombres y dos mujeres, al que se habían acercado varios campesinos con actitud agresiva. Uno de ellos, empuñando una hoz, miró hacia el Packard, se acercó a la ventanilla y le obligó a bajarla del todo. Nicolás estaba asustado, no entendía qué podía estar pasando.

— ¿Adónde vas?

— A Segovia.

— ¿A qué vas a Segovia?

— A ver a mi familia, soy de allí.

— Enséñame la cédula —ordenó el campesino. Efectivamente, en el documento constaba el dato, aunque al carecer de fotografía podía pertenecer a otra persona.

Entretanto habían mandado bajar del coche a los viajeros del Hispano-Suiza. Los dos hombres parecían padre e hijo, las dos mujeres podrían ser madre e hija o tal vez la joven fuera la esposa del supuesto hijo, que hacía de conductor. Las mujeres se pusieron muy juntas detrás de los hombres, evitando el contacto con los del piquete. Llevaban vestidos blancos en aquel descampado en medio de la solana. Los dos hombres llevaban, como Nicolás, camisas blancas remangadas y pantalones de lino. Les mandaron sacar las maletas y abrirlas en el suelo, justo delante del coche de Nicolás.

— Un uniforme —gritó el campesino que hacía la inspección, levantándolo por encima de su cabeza—. Es un… —se quedó callado, en la hombrera se veían tres estrellas de ocho puntas.

— Coronel —completó su grito el hombre de al lado.

Se abalanzaron varios hombres para inmovilizar al militar. Las mujeres se tapaban la boca con las manos. El joven intentó proteger al mayor, pero fue rápidamente reducido. El que inspeccionaba había abierto las otras maletas, desparramando la ropa sobre el asfalto. Apareció otro uniforme marrón, esta vez de teniente, también del Ejército de Tierra.

— ¡Ibais a uniros a los sublevados! —les acusó directamente el que conocía las graduaciones militares.

— ¡Viva España! —bramó el teniente.

— ¡Viva la República! —aulló aún más alto uno de los campesinos.

— ¡Viva la CNT! —chillaron a la vez tres o cuatro.

— ¡Viva la UGT! —respondieron dos de ellos.

— ¡Mueran los faciosos! —gritó otro y los del piquete respondieron al unísono—: ¡Mueran los faciosos!

Dos campesinos se metieron en el coche y enseguida se escucharon voces desde dentro: ¡Van armados! Salieron con las fundas de dos pistolas, que enseñaron a los demás. ¡Están cargadas!, anunció el que parecía más ducho en asuntos militares. Para entonces, el coronel y el teniente no podían moverse; alguien había traído unos palos, se los colocaron detrás del cogote y empezaron a atarles brazos y muñecas encima. Parecían dos crucificados sin cruz; de pie empujados fuera de la carretera mientras las mujeres lloraban sin que nadie se acercara a ellas.

Al principio, Nicolás se puso de parte de los ocupantes del Hispano-Suiza. No solo porque rechazaba que un grupo armado pudiera tomar una carretera como vulgares bandoleros, sino también porque su aspecto se le hacía más cercano a su condición que el de los campesinos. Se dio cuenta de que algo muy grave tenía que estar pasando en Segovia, por más que el miedo le impidiera atreverse a preguntar. Temía que mataran allí mismo a los militares y a las mujeres, que aquello derivara en una masacre. Sintió que su vientre se aflojaba y apretó los músculos para evitar una situación humillante.

— ¿Tú también eres militar? —preguntó el que se había acercado a su ventanilla.

— Soy abogado —dijo orgulloso—. Soy el abogado de Remigio Montes, ¿le conocéis, verdad? —siguió un silencio embarazoso, los del grupo se miraban unos a otros—. Montes, el de la Motorizada —la Motorizada era el brazo armado de la facción revolucionaria del PSOE y de UGT, que día sí, día también, se enfrentaba a los pistoleros falangistas, en venganzas casi convertidas en costumbre desde la victoria electoral del Frente Popular en febrero.

— Así que eres de los nuestros —zanjó el que sabía de armas.

— ¡Viva la República! —respondió Nicolás, que no sabía qué significaba exactamente ser de los nuestros. Por encima de todo quería salvar el pellejo.

Todo eran rumores, le explicó uno del piquete. Al parecer, en algunas capitales de provincia se había declarado el estado de guerra, además de en Marruecos, y la CNT, el sindicato anarquista que dominaba el campo español, había dado la orden de cortar las carreteras y requisar armas y vehículos para impedir que se extendiera un levantamiento del que bien poco se sabía. Nicolás miró hacia las mujeres y los militares, que eran conducidos por la pista que unía la carretera con un grupo de casas que había al fondo. Los hombres avanzaban como los bueyes, azuzados con los mangos de las guadañas y las mujeres intentaban seguirles, tropezando en las piedras y huecos de un sendero impracticable para sus tacones de ciudad.

Sintió compasión por ellos, pero no preguntó adónde les llevaban ni qué pensaban hacer con ellos, seguramente ni ellos mismos lo sabían. Como abogado tenía claro que aquella era una detención ilegal, que un grupo de personas armadas no puede suplantar a la autoridad. Pero no era momento para disquisiciones legales, los mismos que hace un instante le consideraban uno de los suyos podían cambiar de opinión y declararle faccioso. Además, llegaban otros coches y la situación podía empeorar.

Nicolás les rogó que le dejaran seguir viaje a Segovia, pero fue en vano. Como aquí, le dijeron, te van a parar en otro control y a lo mejor no tienes tanta suerte. Se dio cuenta de que continuar era una aventura que superaba sus fuerzas, así que como ya habían cruzado el Hispano-Suiza en la carretera a modo de barricada, maniobró para dar la vuelta, pisando con sus ruedas parte de la ropa de los detenidos y tomó el camino de regreso a Madrid.

Entonces se acordó de Soledad y los niños, ¿qué les podía estar pasando? Se reprochó por no haber pensado en ellos ni una vez durante el incidente. Tenía que hablar con ellos; del olvido pasó a la angustia, se sintió responsable de sus vidas, culpable por no haberse marchado a tiempo de Madrid, aunque fuera de noche, justo después de la llamada de Delvaux, cuando ya tenía información suficiente de que algo grave estaba sucediendo. Se lamentó de su comodidad, de su pereza para cambiar de planes, de haber actuado como la orquesta del Titanic, que siguió tocando como si el barco no se estuviera hundiendo.

Unos kilómetros después vio un hostal de carretera con varios coches delante. Instintivamente, se desvió y aparcó. Buenos días, le dijo al empleado de recepción, quiero poner una conferencia. El hombre miró hacia un lateral, donde había dos banquetas contra una pared con unos separadores a modo de biombos desde donde dos personas hablaban por unos teléfonos apoyados sobre unas baldas. Detrás de él había una centralita con unas pocas clavijas.

— Están ocupados los dos locutorios, pero es un servicio solo para clientes.

— Déjeme llamar, por favor, es una emergencia.

— Si no alquila una habitación no puedo dejarle hablar.

— No quiero quedarme a dormir, solo quiero que me ponga la conferencia.

— Bueno, alquile la habitación y, si no quiere quedarse a dormir, es cosa suya.

— ¿Cuánto cuesta la habitación?

— Cincuenta pesetas [Nota del autor: unos 85 € actuales]

— ¿Cincuenta pesetas por una conferencia con Navarra?

— Cincuenta pesetas por la habitación. La conferencia es aparte y no puedo asegurarle que funcionen las líneas.

Tragó Nicolás el chantaje del hostelero, que simuló asignarle habitación. Durante el trámite, en el que tuvo que dejarle en depósito sesenta pesetas, una de las cabinas quedó libre. Le dio el número y esperó sentado a que sonara el aparato de su balda. Miraba a la pared, llena de anotaciones a lápiz: nombres de parejas con un corazón traspasado por una flecha y una frase injuriosa: Marcos cabrón, supuso que para el sinvergüenza del dueño. Sonó el teléfono, al otro lado del hilo la voz de una de sus cuñadas: Soy Nicolás, dijo aliviado. Transcurrió un minuto interminable hasta que se puso Soledad. La emoción le hizo saltar las lágrimas al escuchar a su mujer. Se quedó casi mudo, solo le salía: Sole, Sole… Ella parecía más entera. Estamos bien, soltó con tono de reprimenda, esperándote. Se disolvió en excusas Nicolás; le contó sin detalles lo sucedido y cómo se volvía a Madrid.

— No podremos vernos hasta que se aclaren un poco las cosas.

— Pues parece que se van a aclarar pronto —afirmó Sole y su marido supo que alguien a su lado la escuchaba—. Ha habido pronunciamientos en muchos sitios: Pamplona, Burgos, Valladolid, Sevilla y más que va a haber.

— ¿Qué crees que va a pasar? —le salió un gallo y tuvo que carraspear.

— Mis hermanos dicen que hay un acuerdo de Mola, Sanjurjo y Franco con los carlistas para volver a la monarquía.

— ¿Alfonso XIII? — preguntó incrédulo Nicolás.

— No, Alfonso Carlos, el Rey carlista.

— ¿Qué tal están los niños? —Nicolás no salía de su asombro. Llegó a pensar que su mujer alucinaba: ¿lo que venía era otra guerra carlista? ¿No bastaba con las tres guerras civiles que desató y perdió en el siglo XIX la rama integrista de los Borbones?

— Los niños muy bien, jugando con nosotras. Los hombres han cogido las escopetas, se han puesto los correajes y la boina roja y han tomado el Ayuntamiento y el cuartelillo de la Guardia Civil.

— ¿O sea que todo en orden? —no se le ocurría qué decir, imaginaba a sus cuñados mandando detener a los republicanos del pueblo. A él le hubieran respetado, quiso creer.

— Salvo que tú no estás, todo en orden.

— Cuídate y cuida a Margarita y Tito —Nicolás sintió de pronto la necesidad de despedirse.

— Cuídate tú también —se le quebró la voz a Soledad—. Te necesitamos.

— Y yo a vosotros.

Dijo te necesitamos, no te queremos como otras veces y él había contestado maquinalmente, como le solía ocurrir en las despedidas. Se quedó un instante con el teléfono en la mano, pero alguien desde detrás le urgió: ¿Ha terminado ya? Se cruzaron las dos miradas: la de resignación del que había colgado y la de impaciencia de quien tenía prisa por hablar. En el local, todos se observaban con recelo, no sabiendo si vivían del mismo modo la situación, si lo que estaba pasando, fuera lo que fuese, representaba para la persona con la que intercambiabas miradas, la esperanza de un futuro mejor o el desaliento por un orden que se tambaleaba; eran miradas de inseguridad, de miedo a lo desconocido.

Pedir una segunda llamada, a Segovia para saber de su madre y sus hermanos, se le antojó imposible. Había mucha gente esperando, toda con la urgencia reflejada en sus rostros. Les llamaré en cuanto llegue a Madrid. Hizo mentalmente una lista de llamadas por hacer, André el primero. Saber que su familia estaba en orden, aunque ese orden consistiera en violentar la legalidad republicana, le había tranquilizado un poco. Ahora tenía que salvarse él mismo, intentar llegar a su casa, el único sitio que en ese instante le parecía un refugio, un lugar donde escuchar la radio, poder hablar por teléfono, comer y dormir.

Mirando hacia los otros, se dijo: Al menos yo tengo adónde agarrarme, pase lo que pase. Si me paran los falangistas siempre podré decir que soy amigo de un marqués, aunque no comulgue con ellos, y si me paran de nuevo los anarquistas, de Remigio el de la Motorizada, uno de su cuerda. Sobreviviré, casi seguro, pero ¿y lo que estoy construyendo? Mi bufete, mi clientela, mi reputación, ¿qué va a pasar con todo esto? Si viene un Rey carlista, tendré que adaptarme al Dios, Patria, Rey, a lo mejor tengo que volver a misa y darme golpes en el pecho diciendo en alta voz mea culpa, mea culpa, mea máxima culpa, confesarme y comulgar. ¡Qué horror! ¡Nos libramos de un Borbón caprichoso y mujeriego y nos lo cambian por un meapilas!

Pagó sin discutir la factura, como el resto de los que allí estaban; solo le devolvieron dos pesetas y unos céntimos de las sesenta que entregó. No tenía energía para enfrentarse al dueño del hostal, ni había la necesaria corriente de solidaridad entre los clientes para organizar una protesta e irse sin pagar. Sálvese quien pueda parecía el grito de guerra allí. Hacía mucho calor fuera y, sin embargo, la gente que entraba y salía de allí parecía tener frío; se abrigaba como si algo de ropa pudiera protegerles de su tribulación.

 

 

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